A los 100 años de la masacre de la Escuela "Santa María" de Iquique.
En treinta y dos pulgadas cabe este mundo
o en catorce o veinticuatro, da lo mismo,
se trata de ver más grande o más chicos los paisajes
los morbosos paisajes de turismo o los ojos
increíblemente vivos de los increíblemente muertos
de hambre de Ruanda;
de todos modos el mundo cabe en treinta y dos pulgadas
con todos sus lados o uno solo que es lo mismo
pues ahora somos supermercado.
La santificación de la pupila nos salva de la memoria
para almacenar vergüenzas;
todo es desechable, por ejemplo los recuerdos
ingratamente ciertos que levitan el alma.
En treinta y dos pulgadas cabe este mundo;
un pestañeo nos trae el azorado rostro del ingeniero
que recogió piedras en Marte con un lejano rasguño
de teclado.
Pero de pronto se nos viene encima el riesgo
de la difusa nieve o las interferencias nítidas
y entonces por algún intrincado motín de las neuronas
emerge también un pedruzco gigantesco macerado
en la muerte del polvorazo,
emergen rostros asomándose en la esquirla del cachucho
emergen manos de amarillenta llaga cruz,
ojos de furia luto, páramos inhabitables con trenes
intransitables pero resoplando torsos desnudos
todo en medio de una llanura sal que prueba
la existencia del purgatorio
porque esos hijos tuvieron hambres anticipadas
y crecieron sin armisticios;
el ejercicio maledicente de la memoria desborda
las treinta y dos pulgadas
y aunque en la pantalla emergen pasamontañas
entrevistando la ira para juzgar desdén y molicie
del orden parlamentado
se me viene encima el tren y su pitazo vertical
sobre el sol de mediodía
y entre los pliegues de la ventisca enganchada
diviso un recién llegado apir aún campesino
sin arado en medio del único punto cardinal
de su aventura con su mujer y sus treinta y cinco grados
de paciencia para aprender a cocinar de madugada
la espera del turno C del miedo
alumbrada con el chonchón que trajo del diluvio.
La pantalla insiste, me vuelve a primer plano
ahora es un close up con mastines despejando
en vivo y en directo la vociferante calle de América
regresando de la siesta inocente y su credulidad
mordida.
Pero no puedo desentenderme de millares de ojos
que buscan el tren para bajar al mar de Iquique
mientras Briggs reclama desde una carreta
"...un peso vale un pan y solo ganamos tres pesos,
¿qué comeremos mañana?..."
Un flash me asedia en treinta y dos pulgadas
para contar en Lima el asalto a la casa oriental
de los rehenes, todo sincronizado como en premiere
de largometraje, todo filtrado y sin argumento,
pero me llega una brava resolana de hombre y bestia
estallando de pronto como un meteoro que lo arrasa todo
y lo deja en el mismo dintel del infierno
y donde la reja atrapaba la luz del campanazo diario
de escuela
ahora tiembla una sombra de coágulo disecado
en el atrio del rajo recién abierto mientras los gemidos
ascienden hasta el más cercano planeta
para ser devueltos algún día en un rescoldo de satélite
nuestro como señal paranoica de vida inteligente.
Viene la resaca en treinta y dos pulgadas.
Buenos Aires solloza: un hongo de acero revienta
la casa de Jerusalén, desde los escudos celulares
voces anónimas dicen que culpar es invento de juristas;
la caja negra desdibuja el escombrar siniestro
otra vez los espectros los ayes de los espectros
los vaciados vientres de los espectros
mientras un lancerío a caballo desbocado
alza las crines del espanto esa tarde de sábado.
Ay Santa María ruega por ellos
y su pedazo de pan
en esta hora de muerte.
En treinta y dos pulgadas los oráculos ofertan
las cábalas metereológicas, ha cambiado el tiempo
ya no habrán lluvias mesurando lágrimas
sólo vendrán lloviznas misericordiosas
sobre las cabezas recién rapadas,
los tifones fueron amancebados
no hay atisbos de "frentes de baja"
y amanecerá dos veces.
Se anuncia buen tiempo,
los temporales de utopía se han alejado
de si mismos deshermanados;
entre memoria y desmemoria descubro al que asalta
el podio, en lenguaje de trescientos sesenta grados
inventa las nuevas que deben revisarse
y en el detalle de las musas casi todos olvidan
que una vez fueron a cazar juntos el infortunio
con un trepidar de Jesucristos antes del gallo en negación.
Una vaharada de resina muerta, de cadalzo en celo
de soga al cuello
de almacén recién colmado con asalto
a mano armada
lo cubre todo, lo reniega, lo emporca, lo disocia
lo interrumpe en su embrión adelantado
porque es la nueva hora de elegir entre
Cristo y Barrabás para sobrevivir.
Y otra vez las imágenes de aura perdida entre los escombros
del oculto cieno;
el otro infamante unicornio guerrea
ignorando los vientres hinchados como en luna llena
que esperan en África
el pan de alguna batalla del hambre
perdida en la ONU.
Y en la India sepultan aún los caídos en ese minuto
de "rito floreado"
antes de asesinar a Ghandi.
Y de pronto entre la curva temprana de otro siglo
adviene un vaivén de huracán ululante.
Y dos centelleantes agujas del cielo temprano
en New York
se desploman incineradas
un día de septiembre
el mismo en que fue nuestro asesinato
de alma y cuerpo apretujados.
Y sigue en tropelía el noticiario
cuando en Bagdad amanecido
misiles de imperio infartan el cielo invadido
y el fantasma del hongo nuclear
declara la guerra
a la vida
con amenaza final.
Y el mundo no sabe y el niño no sabe
y el anciano no sabe y el padrastro y la madrastra
no saben que se inaugura un nuevo orden
sobre los ladrillos aún resbaladizos
con tanta crisálida despellejada.
Y sale la multitud a imprecar para salvarse
de sí misma
y no enloquecer como rebaño rumbo al mar
con una flauta de madera que ya en otra edad
arremetió contra la melodía estribillo
vocinglera en moda.
En el fondo del mar de los sargazos
es asesinada la sirena predilecta.
¿Cuántos Santa María otra vez
antes de la extinción del lado obscuro del corazón?
Las treinta y dos pulgadas del televisor me traen
de regreso al lado transparente de la luna
pero ay la memoria porque entre monte y monte
diviso los rostros que aún preguntan:
"...Si un peso vale un pan y solo ganamos tres pesos,
¿qué comeremos mañana?..."
Los informativos en treinta y dos pulgadas
amaestrando el siglo sepultan la letanía,
la ocultan, la convierten en pretérito romanza,
la mueren otra vez entre cantatas y afiches
entre chapas y poleras de seguro mercado
para que nadie imagine el origen de los cementerios
de hojalata o los subterráneos de alma en pena.
Sobreviene la sutil tentación del olvido.
Apago la televisión, apago el mundo
y me quedo con la memoria intacta
a salvo.
Pero,
¿a salvo?